En un momento dado el bando de la luz decidimos reorganizarnos para reconquistar los puntos. Dijimos: “Venga, vamos a cambiar los estandartes”.

Ya habíamos calculado cuándo llevar a cabo la acción, planificado la estrategia, y analizado todos los posibles obstáculos que pudiéramos encontrarnos. Todo, salvo un pequeño detalle: nadie tenía ni idea de donde estaban nuestros estandartes, hasta se llegó a dudar de su existencia, concepto cuya creencia nos iba a ser muy útil y descansao, pues eliminaba de raíz el problema de encontrarlos. La capitana del ejército real intentaba por todos los medios hacernos conscientes del problema, pero la mayoría no parecía darle importancia al detalle.

Me acerco al Príncipe Aranarth y le pregunto si conoce su paradero, a lo que me responde que se encuentran en lo alto de la Ciudadela. Unos silbaban, otros mirábamos al cielo, y decidimos seguir nuestro camino y tomarnos la justicia por nuestra mano.

Decidimos los elfos empezar por reconquistar uno de los puntos. A los pies del estandarte azul se encontraban tres orcos moribundos, que nos miraban perplejos mientras nosotros, sin decir siquiera “usted perdone”, descolgamos el estandarte orco y se lo tiramos al suelo en sus narices, y decidimos por nuestra vanidad élfica que ese punto era nuestro sin poner nuestro estandarte, y nos vamos por donde hemos venido, sin despedirnos ni nada, en mi caso no pude abrir la boca del bochorno que sentía...

Proseguimos el camino y decido hacer de tripas corazón y escalar la maldita, digoooo, la bendita ciudadela, en busca de los estandartes, con lo que recibo el reconocimiento de mi capitán Elrohir, cosa que me llena de orgullo (y satisfacción...).

Asciendo hasta lo alto de la ciudadela, donde me recibe un soldado real que se encontraba reponiéndose de sus heridas. No había nadie más en la Ciudadela de las Siete Estrellas, sólo un soldado herido y el perrillo de Eldelorien que se encontraba haciendo guardia, que espero que recibiera sus merecidos honores por la responsabilidad y riesgo de la misión. Buscando por los alrededores, de pronto encuentro un precioso estandarte rojo. Mis ojos centelleaban y se humedecían de la emoción, pues iba a poder servir con gran honor a Rivendell y a mis aliados. Demos gracias a que el buen soldado me advirtió que se trataba de un estandarte orco, pues si nadie me lo impide, vuelvo al punto y clavo el estandarte orco, que entonces si que se hubieran quedado los orcos perplejos de verdad, y o bien no me dicen nada por temor a mi locura, o me hacen ingresar en sus filas con grandes alabanzas....

Así que para colmo, mis compañeros no sólo me estaban esperando, sino que el mismísimo capitán Elladan subió hasta arriba a buscarme, con lo que de nuevo me siento abochornada, pues había hecho perder un tiempo precioso a mis capitanes y compañeros.
Esa noche, después de un duro día, fui con unos compañeros de batalla a reponer fuerzas a la taberna, y perdiendo la vista hacia el fondo, de pronto pude contemplar atónita como dos pequeños hobbits se encontraban escudriñando y manoseando un bonito trapito rojo. “Pero eso no será, eso no será....”. Pues sí que era.

Por eso digo que qué sabios son los magos cuando dicen que por mucho que creas conocer a un hobbit, nunca dejará de sorprenderte, y que hasta el ser más pequeño, puede cambiar el curso del futuro.